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EL DIABLO Y LA RANA

En Pereira al diablo le dio por bailar. Sucedió en una discoteca de Cuba, y los que lo vieron aún recuerdan esta luciferina aparición. Transcurrían los años ochenta cuando un hombre atractivo ingresó a la discoteca Gatopardo, sacó a bailar a una mujer que muchos juran era hermosa, entonces un humo azufrado los envolvió a todos justo en el momento que aquel extraño comenzó a zapatear sobre la pista de baile. 
Al otro lado de la ciudad estaba la Rana, un bar icónico ubicado en la Circunvalar. La historia de este sector pareciera dividirse en dos partes, una antes de la Rana y otra después. Un decreto de 1984 permitió el uso del espacio de manera libre, según cuenta el arquitecto Armando Ramírez Villegas, desde entonces los antejardines de las casas se convirtieron en la antesala de bares, restaurantes y discotecas. La Rana fue el bar que abrió las puertas a la rumba en aquel sector que vivía sumido en una tranquilidad que fue rota abruptamente por el rock en español, la violencia mafiosa y jóvenes que lanzaban latas de cerveza que trataban de incrustar entre las heridas abiertas del Prometeo, aquella escultura que fue donada por la familia Jaramillo en 1965. 
 Se trataba de dos caras diferentes de la ciudad; la primera era un paisaje de terrenos loteados para que se refugiaran desplazados víctimas de la violencia bipartidista de los años 50 y 60. que habían sido arrinconados en la periferia, y el Instituto de Crédito Territorial les dio solo los lotes para que construyeran sus viviendas por auto gestión. La segunda cara se trataba de un sector apacible, que los habitantes de Pereira solían recorrer los domingos de arriba hacia abajo solo para contemplar la belleza de las casas y sus antejardines. Recorrer la circunvalar era quizás el paseo preferido de aquellos ciudadanos pobres y desplazados que se tuvieron que conformar con sus lotes. 

En la discoteca Gatopardo, alguien vio en medio del humo azufrado que los pies de aquel bailarín no eran normales. Se podía observar con un horror impronunciable, que las piernas terminaban en dos cascos de caballo que abrían una suerte de grieta sobre la pista de baile. La muchacha daba vueltas y gritaba, gritaba. 
Mientras tanto en la Circunvalar, las balas asesinaban a hombres que caían ensangrentados sobre el asfalto. La banda sonora de semejante escena nocturna estaba a cargo de la emisora Musicando Estéreo. La Rana había traído la rumba y los muertos según los vecinos. Cada fin de semana aparecía frente al Prometeo, “un muñeco”, como les decían. El dueño de la Rana Carlos Mario Parra, recuerda que jamás hubo un muerto dentro de su negocio, pero tuvo que pegarse a los santos para que no le cerraran su bar, estaba amenazado por las quejas constantes de vecinos y el temor de que al diablo le diera por llegar.
Pero el Diablo estaba al otro lado y la gente salió en desbandada de Gatopardo, dejando a la pobre mujer abandonada a su suerte. Juran algunos que aquel demonio se hundió en el infierno llevándosela. El lugar cerró por un tiempo, los dueños pusieron una estatuilla de la virgen a la entrada de la discoteca para que el diablo se fuera al fin, quizás para la Circunvalar.

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